domingo, 27 de mayo de 2012

Eficacia que regenera


El ser humano que se autotrabaja para abrirse a la acción de Dios en lo profundo de su corazón, descubre una fuerza capaz de regenerarlo, unificarlo, iluminarlo.
Recibe una lucidez más allá de los límites que pudiera imaginar. Esa fuerza, esa luz es el Espíritu Santo. Esa acción de Dios nos pone en armonía con nosotros mismos, nos conduce al encuentro con la humanidad y nos da el gozo de sentirnos hijos de un mismo Padre.
El Espíritu Santo nos invita a repensar nuestras vidas en clave de futuro. Todo lo que es real en el presente fue un sueño en el pasado.
La eficacia regeneradora del Espíritu tiene un mucho de sueño lúcido, de utopía, de riesgo. Pentecostés nos reta a seguir soñando con una Iglesia diferente. Esa transformación interior con la que soñaba Juan XXIII no se ha dado todavía, hay atisbos de ella; éstos, después de 50 años, no han podido ser apagados y no lo serán porque son el testimonio de lo que Jesús vivió y pidió a sus seguidores.
S. Pablo reduce a uno el fruto del Espíritu: “El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Cor 12). La transformación interior que en Pentecostés experimentan los apóstoles les lleva a salir al mundo entero y a proclamar la Buena Noticia. El Espíritu se sigue derramando en aquellos corazones humildes, sencillos que tienen las antenas en consonancia con la realidad actual y no se resisten a cambiar el chip cuando de caminar más auténticamente se trata. Cuando oramos juntos y discernimos lo que el Espíritu quiere darnos a entender, hay una fe abierta que nos alienta y fortalece; también pueden surgir ideas que impiden su avance, sin embargo, el imperativo de la propia conciencia no se puede apagar. “Lo que conduce o no conduce” (S.
Ignacio). La paz que sigue al cumplimiento de la voluntad de Dios es la mejor respuesta a nuestros sueños. El “nuevo Pentecostés” que bullía en el corazón de Juan XXIII no era fruto de un sueño senil como algunos creían, sino fruto de un gran amor que desde niño le envolvía de la presencia divina.
Nunca quiso un poder al margen del servicio humilde y dialogante con otras confesiones religiosas. Al ser elegido Papa lloró como un niño. Era un hombre pacífico y soñaba que se haría realidad su encíclica “Pacem in Terris”. ¡Paz a vosotros! Repite Jesús: No tengáis miedo.

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