Con mucha oportunidad, en las redes sociales y medios de comunicación se ha aclarado que el Día Internacional de la Mujer no es uno para felicitar ni para hacer regalos sino para conmemorar y renovar compromisos con la igualdad. Se recuerda las luchas de las mujeres estadounidenses contra las inhumanas condiciones de trabajo y por sus derechos laborales.
En pleno siglo XXI, el camino por recorrer para lograr plena igualdad entre hombres y mujeres es todavía muy largo. En la República Dominicana hay al menos cinco dimensiones en donde las desigualdades son manifiestas. No basta, sin embargo, con mencionarlas. Hay que proponer políticas específicas para erradicarlas y actuar para hacer que sean puestas en práctica.
La primera es la económica y laboral, en donde las desventajas para las mujeres son claras. Las oportunidades económicas de éstas son marcadamente más reducidas que las de los hombres. 8.2 de cada 100 hombres están desempleados, pero en el caso de las mujeres, la proporción es casi tres veces más alta (22.4). Más de la mitad de las jóvenes entre 15 y 19 años están desocupadas, casi el doble de los jóvenes, y más de un cuarto de las mujeres entre 20 y 39 años también lo están. Esto es tres veces la proporción de los hombres de la misma edad.
Adicionalmente, las mujeres que trabajan por un ingreso tienden a hacerlo en condiciones de precariedad e inseguridad, y tienden a recibir una paga menor por un mismo tipo de trabajo que los hombres. Casi la mitad de las mujeres trabaja en el sector de “otros servicios”, que en su mayoría son actividades informales, de baja productividad y de remuneraciones reducidas. Al mismo tiempo, el PNUD estimó que las mujeres reciben un 21% menos de salario que los hombres.
No hay ninguna razón que no sea la discriminación y la desvalorización del trabajo de las mujeres lo que explica esta situación. La política pública debe actuar contra eso de forma explícita y decidida, estimulando selectivamente la creación puestos de trabajo para las mujeres, promoviendo el aprendizaje y la productividad de éstas, y haciendo cumplir el principio de la no discriminación salarial.
La segunda es la educación. Hace años que las mujeres jóvenes han venido superando a sus pares masculinos en la educación media y superior. Sin embargo, además de serles más difícil conseguir puestos de trabajo y mejores salarios, el sistema educativo sigue fomentando que las mujeres se formen en áreas técnicas que no hacen más que reproducir los roles de género tradicionales como las vinculadas al cuidado, y no promueve que se formen en otras relacionadas con las ciencias y la tecnología. La política pública está obligada a hacer lo contrario, proveyendo incentivos especiales a las mujeres que incursionen en este tipo de áreas. De esta manera, tendremos mujeres más capaces, que rompen moldes y que participan en condiciones de mayor igualdad.
La tercera es la salud. Un impresionantemente elevado número de mujeres sigue muriendo por causas asociadas a la maternidad. En el país la proporción está muy por encima de la de otros países con menos recursos. De igual forma, dos de cada diez adolescentes ha estado embarazada, elevando los riesgos de salud de éstas y comprometiendo su futuro. Es el tercer porcentaje más elevado de América Latina. Si esto sucede es esencialmente porque la salud de las mujeres y de las adolescentes importa poco. Un programa robusto de educación sexual con enfoque de derechos que informe y empodere a las adolescentes, e intervenciones que mejoren significativamente el cuidado pre-natal y la atención en el parto son ineludibles.
La cuarta es la política. Las mujeres son sistemáticamente excluidas de la política, no importa qué tan alto lleguen algunas. Pocas ocupan posiciones de verdadero poder y en los partidos las mujeres son francamente menospreciadas. Que haya más mujeres con poder político no garantiza políticas para la igualdad, pero contribuiría a demostrar que ellas también pueden.
La quinta es la vinculada a la violencia. Anualmente, cerca de 200 mujeres son asesinadas por el hecho de ser mujeres, una de cada cinco ha sido víctima de violencia física, una de cada diez ha sufrido violencia sexual, y casi un tercio de acoso sexual. Mientras tanto, una cantidad ínfima de denuncias ha resultado en condena y, a pesar de las altisonantes declaraciones de preocupación, los recursos invertidos en la prevención y la justicia son magros. Por ahí podemos empezar a medir el verdadero compromiso con enfrentar la violencia contra las mujeres.
Atacar la desigualdad y la discriminación contra las mujeres debe transcender el discurso, para convertirse en propuestas de políticas, y acciones concretas y verificables.
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