Es ampliamente conocido el hecho de que el PIB es un precario indicador de desarrollo o de bienestar. Eso no significa que no ofrezca información valiosa. Medir el valor de la producción total y el ingreso asociado a ésta no es poca cosa, y como el crecimiento de la producción está generalmente asociado al empleo y a las oportunidades de negocios, el PIB provee información muy relevante sobre el desempeño económico y de las oportunidades para la gente.
Sin embargo, su ámbito de medición es lo suficientemente limitado como para decir poco respecto a cosas que son extremadamente importantes para las personas como la salud, la justicia, el medioambiente o incluso la economía. En un reciente artículo, el colega y amigo Pedro Silverio cita un breve texto del afamado columnista Tim Harford que describe bien esto.
El reconocimiento de esa cortedad del PIB ha llevado a que los y las especialistas recurran a otros indicadores complementarios para aproximarse a la cuestión del bienestar general tales como la incidencia de la pobreza, e indicadores de salud, educación y de acceso a servicios básicos. De hecho, hace ya un cuarto de siglo que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) diseñó el llamado Índice de Desarrollo Humano (IDH) que combina el PIB o ingreso per cápita, con indicadores de salud y educación en procura de ofrecer una perspectiva más amplia del bienestar. Más recientemente, el IDH ha incorporado la dimensión de la desigualdad.
Pero el PIB no solo adolece de miopía (corta visión) sino también de astigmatismo, es decir, de una visión sesgada de la producción. En primer lugar, tiene problemas para valorar lo que no se produce para el mercado, tal como la producción para el autoconsumo (incluyendo los servicios de cuidado y del hogar, producido principalmente por mujeres) y la producción pública de bienes y servicios tales como los servicios de salud (especialmente los preventivos), seguridad pública, defensa o educación pública, o los bienes y servicios que producen las organizaciones civiles o comunitarias. Como la estimación del valor monetario de lo que se produce requiere el uso de algún precio, en la medida en que lo que se produce no se comercia sino que simplemente se provee, muchas veces libre de costos, los precios que se usan para determinar su valor son muy problemáticos porque por lo general no son observables sino que se asumen bajo algún criterio.
En segundo lugar, cuando los mercados están dominados por unas pocas empresas, como es frecuente en muchos de ellos en países de ingresos medios y bajos como el nuestro, los precios de las mercancías tienden a ser monopólicos. Eso significa que están por encima de los “normales”, es decir, de los precios que prevalecerían si hubiese más competencia, lo cual implica que el valor de la producción de ellas estaría sobreestimado.
En adición a éstos, están todos los problemas inherentes al hecho de que el PIB no es un registro de la producción sino una estimación, la cual se hace a través de métodos imperfectos como encuestas y otros. Esto hace que la precisión del resultado dependa críticamente de la efectividad de esos métodos, de su neutralidad y de su capacidad para capturar datos relativamente difíciles como la producción informal. En el caso dominicano, por ejemplo, durante mucho tiempo la forma de estimar el valor de la producción del sector de telecomunicaciones fue acremente criticada por especialistas, quienes apuntaban que exageraba los aportes del sector al crecimiento.
A pesar de todo lo anterior, el PIB es uno de los datos más usados y abusados para lograr objetivos políticos. Con demasiada frecuencia se ha pretendido decir que dice lo que en verdad no dice. Pero como todo tiene límites, en el país el concepto ha ido perdiendo el filo político que otrora tuvo, en parte porque tenemos una opinión pública mejor informada, y en parte porque el discurso triunfalista del que el PIB ha formado parte, ha chocado consistentemente con la percepción generalizada de la población de que las privaciones que sufre amainan poco. Con tino, aunque tardío, el gobernador del Banco Central ha modulado el discurso, incorporando las preocupaciones por la desigualdad y los bajos salarios, pero radica la culpa en el empresariado sin asumir las responsabilidades que tiene la política pública en el estado de cosas. Un poco de humildad y menos reduccionismo en el discurso económico le vendrían bien a todo el mundo. El gobierno ganaría porque mostraría sensibilidad y menos afán propagandístico, y la gente se sentiría escuchada y mejor comprendida.
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