El trabajo, la solidaridad y el amor están de luto. El domingo 3 de julio perdieron a Arnol, un ser humano excepcional que vino al mundo el 20 de enero de 1930, para servir y hacer feliz a todo el que tuvo la oportunidad de conocerle e inevitablemente, quererle entrañablemente.Hijo de Abraham Nader y Laila Seguíe, hermano de Odette y Munir, al fallecer su padre en Haití, Arnol se trasladó junto a su madre y hermanos a Ciudad Trujillo. Abraham había sido un comerciante próspero. Cuando muere, deja a Laila y a sus hijos una cómoda posición económica. Laila casó de nuevo, procreando con Yadid Nader tres hijos: Samir, David y Ricardo.
El sesgo hacia el gasto del padrastro de Arnol erradicó en breve tiempo la seguridad económica dejada por su padre. A pesar del esfuerzo de Laila, quien llegó a instalar tramos para vender telas en la casa que habían alquilado, la situación económica de la familia era cada vez más precaria. Yadid la convenció de irse a Hato Mayor, donde él trabajaría en un negocio de tela de un primo.
Arnol tenía 6 años cuando llega a Hato Mayor. Alquilan una casa de madera en la Arzobispo Meriño. Odette y Arnol, fueron inscritos en la escuela pública Bernardo Pichardo. Poco tiempo después, ante la precaria economía familiar, Yadid los sacó de la escuela. A Odette para que aprendiera a lavar, planchar, cocinar y coser. Y a Arnol, para que trabajara y ayudara al sostenimiento del hogar. Antes de cumplir los 7 años, la niñez de Arnol había concluido.
En ese momento se inició una de las jornadas de trabajo más intensas y prolongadas en la historia de nuestra nación. Mi madre me contaba la pena desgarradora que sentía cuando veía salir descalzo a su hermanito para ir a vender billetes. La otra tarea asignada a Arnol fue garantizar que en la casa nunca faltase el agua requerida para el consumo familiar.
Arnol salía de la casa con una lata grande, la cual llenaba y traía cargada en la cabeza de regreso, en una rutina que se repetía cinco veces al día. Cansado por la distancia que tenía que caminar a diario, se detuvo un día en un almacén de provisiones y preguntó si le podían regalar una caja de madera. “¿Para qué la quieres? le preguntaron. “Para hacer una carretilla y cargar agua a mi casa”. Una vez la consiguió, se dirigió a un taller de reparaciones y le pidió al dueño si le podía regalar una goma vieja. “¿Para qué la quieres?”, le preguntó. “Para ponérsela a esta caja de madera, hacer una carretilla y cargar el agua a mi casa”. La compasión del dueño del taller fue estremecida por lo que acababa de escuchar. Instruyó que le buscaran la goma y que le ayudasen a construir la carretilla. Arnol se llenó de felicidad.
Vender billetes y cargar agua era una contribución insuficiente. En 1939, a la edad de 9 años, Arnol es enviado a trabajar a Miches en el negocio de Nassim Nader, un primo de su padre.
Arnol llegó a Miches desde Sabana de la Mar en yola. Salió de día y llegó de noche en medio de una tormenta que en ocasiones casi los hizo naufragar a él y a su pariente. Al llegar, Nassim instruye a un niño haitiano que laboraba en el negocio, que le buscara a Arnol pantalón y camisa suyas, pues estaba entripado de la travesía. Empezó a limpiar y luego fue a dormir al lugar asignado: un espacio al lado del establo donde Nassim tenía cerdos y pollos.
Cinco años trabajó en Miches. A pesar de que era un niño, el nivel de responsabilidad que asumió en su trabajo llevó a Nassim a dejar el negocio en sus manos cada vez que el estuviese ausente, con autorización de despedir a cualquier empleado que no estuviese cumpliendo con su labor, mandato que en una ocasión ejerció.
Arnol sabía que las oportunidades de progreso no estaban en Miches. En 1944, tomó lo decisión de venir a la capital a trabajar en La Ópera.
La historia de su primer día de trabajo conmueve. Con parte de lo que había ahorrado en Miches compró unos zapatos. Era la primera vez que lo hacía. Por sugerencia del vendedor los compró tamaño 9, en vez de 10.5, el tamaño apropiado. Se pasó el día barriendo la tienda y luego atendiendo a los clientes. Cuando llegó a la habitación que había alquilado, la alarmante inflamación de los dedos lo llevó directo al médico. Arnol no quería perder el trabajo que acababa de conseguir. Tomó los zapatos, les cortó la parte superior delantera y se presentó a trabajar. Cuando el encargado lo vio, le explicó que así no podía trabajar. Arnol le respondió “claro que puedo; meto los pies debajo de las mesas de las telas y los clientes no se darían cuenta que tengo los dedos fuera de los zapatos”. “Vete a tu casa, cúrate y despreocúpate, tienes tu trabajo asegurado”, le dijo su jefe.
Ganaba 15 pesos al mes en La Ópera. A los pocos meses recibió una carta de su madre pidiéndole -cuando pudiera-, comprarle una nevera; había llegado la electricidad a Hato Mayor. Arnol no titubeó. Fue a R. Esteva. Allí comenzó a hacerle esquina a una nevera Frigidaire de color verde acua. Le daba la vuelta a la nevera, veía el precio y caminaba por la tienda. Varias veces repitió la maniobra hasta que don Fello Esteva le pregunta al joven de 15 años, cómo lo podía ayudar. Arnol le explicó. “¿Cuál es la que te gusta?” “Esta, pero es muy cara para mí”. Costaba 700 pesos. “¿Cuántos tú tienes?” preguntó Don Fello. “Trescientos”, contestó Arnol. Don Fello le pide que lo espere. Al cabo de 20 minutos, regresa. “No hay problema. Te llevarás la nevera. Haces un pago de 300 y abonarás mensualmente 5 pesos, sin intereses, hasta que termines de pagar”. Arnol le explica que había un problema, pues su madre vivía en Hato Mayor. “No es problema. Se la haremos llegar y se la instalaremos”. “¿Y cuánto costará eso?”, preguntó Arnol. “Nada”, respondió don Fello. Cuando escuché la historia, comprendí el porqué mi padre me aseguraba que en este país era difícil encontrar empresarios más serios, honrados y sensibles que don Fello Esteva.
En 1949, Arnol decidió traer a su madre y sus hermanos a Ciudad Trujillo. En 1950, junto a su madre y su hermana, funda la Casa Nader, C. por A., propietaria de la tienda La Isla. A partir de ese momento, el empresario de 20 años emprende una jornada de éxitos fundamentada en el trabajo sin tregua. Los negocios al por mayor y detalle, en la Duarte y la Tiradentes, desde tejidos y confecciones hasta alfombras, convirtieron a La Isla en una visita obligada. Y si buscaban juguetes, la oferta del Capitán Arnol era impresionante.
En el país ha habido muchos empresarios solidarios. Pero el que conoció a Arnol Nader, no puede haber conocido a otro más solidario que él. Mi padre se graduó de cirujano general en los hospitales de la Universidad de New York. Cuando regresó al país y se casa con la hermana de Arnol, no logra compatibilizar al ejercicio de la medicina con la generación de ingresos, mucho menos si ello implicaba cobrar honorarios a familiares, paisanos, amigos y conocidos.
Laila le explicó a Arnol que tenía que ayudar a Andrés, pues él y Odette estaban procreando a un ritmo acelerado, y Andrés no estaba generando ingresos en su consultorio. Arnol, que había estado preparando un punto comercial en la Avenida Mella, conversó con su cuñado, y acordó venderle el punto por el 50% del monto que el había invertido para prepararlo. Así arrancó La Riviera, el primer negocio de mis padres, que en poco tiempo se convirtió en La Novia de Villa.
En sus inicios empresariales, Arnol recibió la ayuda de los hermanos Yamil, Toufik y Julián Abikaram. Muchos años después, cuando los tres se vieron en una situación difícil que implicaba ser desalojados del local que ocupaban, Arnol les prestó toda la ayuda necesaria, pagando deudas y servicios legales.
Seco de la entripada y con la energía de la ropa prestada por el niño haitiano la noche que desembarcó en Miches, Arnol empezó a barrer y trapear el piso del negocio de Nassim. Limpiaba con una intensidad y energía que destellaban. Uno de los empleados, Papito Escaño, le comentó a otro: “¿tú ves ese fosforito prendido que barre y trapea con tanto ánimo?, dale unos días y lo verás apagado”. Dieciocho años después, caminando con mi padre en New York, Arnol se encontró con Papito, quien trabajaba en una factoría en la urbe. Papito le preguntó qué hacia en New York y Arnol le comentó que estaba de compras para surtir varios negocios de tejidos y confecciones que tenía en la capital. Al despedirse, Arnol le recordó su pronóstico de 1939, diciéndole “Papito, el fosforito todavía sigue prendido”.
Durante 80 años estuvo prendido. Hemos perdido la luz con que siempre iluminó a su familia, a su inseparable compañera de 56 años, Rosa Arbaje, y a sus hijos Yamil, Rochy, Amelia, Ángel y Odette. Se han apagado su sonrisa y sus llamadas telefónicas con las que siempre nos transmitía el profundo amor que sentía por todos los que tuvimos el enorme privilegio de ser sus sobrinos. A mí, particularmente, que fui además su ahijado, sólo me consuela que el fosforito prendido llegó al cielo y hoy ilumina el espacio donde compartirá la eternidad junto a su queridísima madre Laila, su entrañable hermana Odette, mi madre, y su cuñado de mil y una anécdotas, Andrés, mi padre. Adiós, ¡Mi Capitán!